domingo, 12 de noviembre de 2017

Momentos estelares de la historia del cine (VII): ¡Toma montaje de atracciones!



La escalinata de Odesa, en El acorazado Potemkin (S. Eisenstein, 1925)
Griffith hizo algo más valioso para el arte cinematográfico: dijo que tenía que mostrar el viento en los árboles.
Tras introducir con esta frase a David Wark Griffith, la serie Historia del cine: una odisea se detiene en los hallazgos visuales y de ambientación de El nacimiento de una nación, película que califica como “uno de los mayores shocks de la historia del cine”.
Lo que Griffith y Bitzer hicieron entre 1914 y 1915 con todo su talento, su imaginación, sus espléndidos travellings y sus grandes exteriores es uno de los mayores shocks de la historia del cine. Crearon una engañosa obra sobre el estado de la nación, que promovió el racismo y demostró el poder del cine y su peligro.
Y, tras asistir a un episodio en que una familia blanca es acorralada por unos soldados negros hasta que son salvados in extremis por los caballeros del Ku Klux Klan, el comentario crítico de la película es rematado de la siguiente forma:
Tras algunos pases de la película, espectadores negros fueron apaleados. El Ku Klux Klan, que se había disuelto en 1869, a mediados de los años 20 volvía a contar con cuatro millones de miembros. ¡Toma, viento en los árboles!



La serie, por otro lado altamente recomendable para aficionados al cine, es una muestra representativa de lo que hoy se considera o no intelectualmente admisible y conveniente: no basta con criticar expresamente el racismo de Griffith (obvio en El nacimiento de una nación, bastante menos en otras películas suyas como La masacre o Intolerancia), hay que bajarle del pedestal de grandes cineastas mostrando que los hallazgos que se le habían atribuido ya eran conocidos por otros directores anteriores, mejor todavía si son directoras: a cada uno lo suyo, especialmente si el que se ha apropiado de méritos ajenos es un racista. De igual forma, ninguna historia del cine actual se atreve a mencionar Olimpiada o El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl, sin distanciarse explícitamente de su repugnante ideología. Nada que objetar: por fascinante que nos resulte cualquier obra de arte nunca podremos apoyarnos en ella para justificar gobiernos o ideologías criminales.
Punto y aparte. La misma serie documental, un par de capítulos más adelante: la loable intención de poner a Griffith en el sitio que le corresponde se disipa cuando toca hablar de Eisenstein. Presentado como “disidente” (!), su compleja personalidad de múltiples capas se compara a unas muñecas rusas cuyas imágenes van acompañadas de la siguiente locución:
Eisenstein es uno de los personajes más complejos del cine: era marxista por fuera, también era ingeniero, seguramente era cristiano por dentro, y judío, y bisexual…
Pobre Eisenstein, tan incomprendido él: homosexual cuando serlo era contrarrevolucionario, cristiano a escondidas en un régimen donde la religión era perseguida, judío en pleno auge del antisemitismo... Aspectos de su personalidad que necesitaba disimular, el pobrecito, con una incondicional adhesión a la causa estalinista (o leninista, que para el caso es lo mismo), adhesión que muchos ven todavía con ojos excesivamente comprensivos...
El concepto clave del cine de Eisenstein y en particular de El acorazado Potemkin, el montaje de atracciones, se explica desde la famosísima secuencia de la escalinata de Odesa: los cadáveres rodando como huesos de cereza, el niño que cae herido por una bala (“era portero de fútbol en la vida real”), la cara de la madre como una máscara, la mano del niño pisoteada por la bota del soldado, el carrito del bebé escaleras abajo…
En nuestra cabeza las dos imágenes chocan y nos sugieren la inocencia masacrada por el Estado zarista: uno más uno son tres…
        Es decir, una imagen chocando con otra imagen genera un concepto abstracto: lo individual contra lo individual lleva a lo general, dialéctica del salto cualitativo que también funciona en el cine. Los individuos son dejados de lado (¿qué es del bebé?, Einsenstein no se preocupa de responder la pregunta: en el fondo da igual), son solo momentos necesarios para que comprendamos lo verdaderamente importante, la imparable marcha de la Historia, el triunfo final de la revolución... Puestos a despreciar lo particular, tampoco importa demasiado la verdad histórica, que según explican los que han estudiado los hechos realmente ocurridos fue muy diferente a lo que la película refleja. Lo importante es la totalidad, puro Hegel pasado por Marx y Lenin: recuérdese este punto de vista cuando nos refiramos a las horribles matanzas post-revolución que El acorazado... y Octubre silencian y otras películas como Chequista (Chekist) o Katyn, solo realizables tras la caída del régimen comunista, nos cuentan. 
            Eisenstein decía que araba la mente del público…
Labor en la que, justo es reconocerlo, fue sumamente eficaz, pero siempre trabajando por cuenta ajena, al servicio de la ideología dominante.





Eisenstein, que admiraba a Griffith, fue a su vez admirado por Chaplin y Disney, también fue homenajeado por Brian de Palma muchos años después. Nadie se siente obligado a criticar su entrega incondicional a lo que hoy todos sabemos que fue una dictadura sanguinaria, comparable en su crueldad al nazismo; dictadura que, en vez de dejarle en paz para que buscara libremente su camino hacia el deseado arte puro (lo que, según exegetas eisensteinianos, era su mayor interés), seguiría utilizándolo en sus siguientes obras: Octubre, La línea general, Alexander Nevski…[1].
Chequista (A. Rogozhkin, 1992): cadáveres humanos tratados como reses.

     Aconsejo ver Chequista, película rusa de 1992 que muestra la cara menos visible por más ocultada de la revolución, el exterminio sistemático de gran parte de la población (¿no se llama a eso "genocidio"?): millones de personas asesinadas, no por crímenes supuestamente cometidos, sino por su pertenencia a una clase, la de los burgueses o contrarrevolucionarios, que tenía que desaparecer de la nueva sociedad comunista. Sentencias dictadas por "comités de la revolución", criminales con poder y sin conciencia que condenaban a muerte sin pensárselo dos veces a curas, maestros, oficiales del ejército, tenderos, negociantes judíos, médicos, abogados, campesinos propietarios de alguna tierra, demócratas e izquierdistas no bolcheviques ("cadetes", eseritas, anarquistas, etc.)... y a familias enteras. Personas, hombres y mujeres, a veces niños, a las que se hacinaba en calabozos, se torturaba para que confesaran delitos inexistentes, y un buen día eran bajadas en grupos a los sótanos, obligadas a desnudarse y a ponerse cara a la pared, y finalmente ejecutadas de un disparo en la cabeza. Una vez muertos, sus cadáveres eran tratados como reses sacrificadas, subidos con poleas y amontonados en vagones que los llevaban hasta fosas comunes.
      Como decía, aconsejo ver Chequista, siempre a condición de tener un estómago lo bastante resistente para soportar dicha visión. Aconsejo igualmente no dejar de ver El acorazado Potemkin y superponer mentalmente las imágenes de una y otra película: el verdadero montaje de atracciones que Eisenstein nunca llegó a imaginar.




[1] Por supuesto, la resistencia de los críticos e historiadores de cine a juzgar con la misma vara de medir películas como El nacimiento de una nación, El triunfo de la voluntad y El acorazado Potemkin es solo un reflejo de una inercia similar entre los propios historiadores, muchos de los cuales todavía presentan el triunfo bolchevique como un levantamiento del pueblo oprimido contra la autocracia zarista y no como lo que realmente fue, un golpe de estado en que un grupo que no se resignaba a su condición de minoría acabó con la todavía incipiente democracia parlamentaria.

Otras entradas de la serie:


Calderero, sastre, soldado... (El topo).
Si Dios no existiera... (Los comulgantes).
En la puerta de Rashomon vivía un demonio... (Rashomon).
Decir y mostrar, o cómo se construyen los relatos (Fort Apache) 

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