domingo, 24 de septiembre de 2017

Momentos estelares de la historia del cine (VI): Mentiras piadosas para mentes infantiles



Roberto Benigni no es John Ford. Esta obviedad solo viene a cuento porque nadie como el americano-irlandés ha sido capaz de unir lo trágico y lo cómico en una misma película, pasando de una a otra dimensión como se pasa de un plano a otro, sin ninguna señal de aviso ni solución de continuidad.
Pero esta entrada no va de John Ford, a quien hemos dedicado y seguiremos dedicando otras: La diligencia, Centauros del desierto, Fort Apache..., sino de Roberto Benigni, cineasta de una sola película (tiene más, pero ¿a quién le importan?): La vida es bella. Audaz pretensión de hacer humor nada menos que con el tema del Holocausto o Shoah. Intento imposible un poco antes (los hechos históricos, convertidos en objeto o al menos en pretexto para la burla, despertaban muy dolorosos recuerdos en los supervivientes o en familiares y amigos, todavía vivos, de las víctimas) y superfluo desde entonces (¿qué valor tiene repetir lo que ya se ha hecho, y se ha hecho bien?). Alguien definió una vez la comedia como “tragedia más tiempo”: lo que todavía no puede ser cómico lo será alguna vez, solo es cuestión de esperar. Los hechos trágicos dejan de serlo cuando se contemplan desde la distancia: al fin y al cabo, todos vamos a morir y, una vez ocurrido lo inevitable, tampoco importa demasiado cómo se ha producido. ¿O sí?
Debe quedar claro que Benigni no pretende reirse de las víctimas, en todo caso de los verdugos. ¿Deja un monstruo de ser monstruoso porque nos burlemos de él? ¿Y no será más bien esta conversión de lo trágico en cómico, esta des-valorización o banalización del sufrimiento, un simple caso de la ley general “todo valor es efímero”? El tiempo es un viento helado que arrasa con todos los valores y certezas, con lo que da calor a la vida y reviste de importancia todo lo que hacemos, sentimos y vivimos, y por eso es lo que más nos asusta: no la muerte en sí misma, en la que simplemente no pensamos, sino el paso del tiempo que es como morir en vida. ¡Ese miedo al devenir del que los nietzscheanos tanto gustan de acusar a los demás, especialmente platónicos y monótono-teístas de variado pelaje, pero al que el propio Nietzsche, incapaz de asumir él mismo que con la muerte de Dios moría todo valor ("si Dios no existe todo está permitido", en el estricto sentido de que todo acaba dando igual), solo pudo resistir inventándose un metafísicamente improbable eterno retorno de lo mismo!
Y si todos, hasta Nietzsche, preferimos engañarnos fingiendo un asidero firme que aceptar la corriente que nos lleva y en la que nunca nos bañaremos dos veces (pues ni el río de la vida ni tampoco nosotros sumergidos en él volveremos a ser nunca los mismos), ¿cómo podríamos explicar la realidad a un niño incapaz de entenderla? ¿Cómo hacer que comprenda, especialmente, esa parte de la realidad que es la pura maldad? ¡Hasta qué punto los hábitos sociales son formas de un autoengaño al que gustosamente sucumbimos! El vecino que cada mañana daba los buenos días al psicópata recién encarcelado, tras haberse descubierto por pura casualidad los restos humanos que almacenaba en su trastero, dirá de él: “era una persona educada, nunca nos dio ningún motivo de queja”. Aceptamos acríticamente (porque nos conviene, porque no podríamos soportar lo contrario) que somos lo que nos gusta parecer: "gente maja", como todos (incluido el asesino del trastero lleno de esqueletos) nos juzgamos a nosotros mismos. Recuerdo que, tras los atentados del 11-S, mi hijo de cuatro años razonaba que los pilotos tenían que haberse equivocado para estrellarse contra las torres: era incapaz de entender que alguien quisiera causar tanto daño voluntariamente. Al fin y al cabo, su forma de razonar era la misma que la de Sócrates: solo equivocándose es posible ser malo.
La mentira acaba siendo la única forma viable de soportar el horror de la vida. Y la ingenuidad infantil, artificialmente prolongada en la edad adulta, el requisito imprescindible para aceptar las mentiras necesarias para vivir.




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