domingo, 27 de noviembre de 2016

Elogio del aburrimiento



Esta semana he comentado en mis clases de Valores Éticos de 1º de E.S.O. el famoso “test de la golosina”, popularizado por Daniel Goleman. Consiste, como sabe todo el mundo, en dejar a un niño de cuatro años solo con una golosina que puede comer cuando quiera, pero habiéndole advertido previamente que, si es capaz de esperar unos minutos, después en vez de una chuche podrá comerse dos. Estaba explicando a mis alumnos que el resultado de la prueba predecía con bastante fiabilidad la trayectoria futura de esos niños, cuando sonó el timbre que señalaba el final de la clase y, en ese caso, también de la jornada lectiva. Más de la mitad de los que un momento antes me escuchaban con (relativa) atención se levantaron sin esperar a que terminara de explicar la susodicha prueba, ocasión que aproveché para decirles lo que estaba pensando y que venía como anillo al dedo a la interrumpida explicación: “los que no habéis podido resistir el impulso de levantaros, sabed que, de seguir así, estáis destinados a fracasar en la vida, como los que no fueron capaces de esperar para comerse la golosina”.
Test de la golosina
Creo que, para un niño actual, el problema no es tanto resistir la tentación de comer la golosina sino aguantar unos pocos minutos en soledad y silencio. No sabe esperar y le aterroriza aburrirse. Otro día de esta misma semana hablaba con una alumna sobre lo que ella entendía por “perder el tiempo”: ingenuamente confesaba que, cuando un profesor dedica parte de la clase a hablar sobre algo que, en sentido estricto, no es “materia de examen” (por ejemplo, el comportamiento de los alumnos o su actitud ante el estudio), ella prefiere “aprovechar el tiempo” estudiando otras asignaturas. Al parecer, es incapaz de desocupar su mente durante unos minutos de lo que habitualmente la llena: sus propios intereses. Me entraron ganas de preguntarle si creía que yo estaba “perdiendo el tiempo” por escuchar pacientemente sus cuitas en vez de dedicarlo a otros asuntos seguramente más provechosos para mí. No lo hice.
Hoy se habla mucho (demasiado) de trastornos de déficit de atención, y muchos pensamos que la mayoría de los llamados hoy hiperactivos son los que antes eran llamados maleducados y consentidos, al fin y al cabo una forma más de egoísmo. Es muy sencillo: los niños no saben aburrirse porque nadie les ha enseñado que el aburrimiento forma parte de la vida. Y el niño que no es educado para aburrirse termina creyendo que todos los demás tienen la obligación de estimularle y entretenerle: no trata de adaptarse al mundo, sino que busca que el mundo se adapte a sus caprichos. No existen rubifenes ni concertas capaces de curar el insaciable egoísmo, que termina generando frustraciones mal toleradas y una crónica sensación de fracaso.
Nada hay más contagioso que un bostezo en público, expresión de un egoísmo feroz que podemos traducir: "quiero que el mundo me entretenga".
Por eso hay que elogiar el aburrimiento: aceptarlo significa des-centrarse, asumir que mi tiempo no es solo mío, que el tiempo que dedico a otros (a escuchar sus problemas y a compartir sus preocupaciones, aunque ni unos ni otras sean los míos) no es tiempo perdido, y que no tengo derecho a exigir que el mundo entero gire en torno a mi ombligo para mantenerme entretenido.


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4 comentarios:

  1. Y el bostezo provocado o ampliado con un rugido es una muestra palpable de la mala educación de esos niños consentidos que vienen a la escuela a divertirse, porque están en su derecho, como no dejan de recordarnos todos los planes de educacion. Juan, aplausos a tu disertación, totalmente de acuerdo.

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    1. Gracias, Carmen, quizá nosotros hemos tenido la suerte de crecer en un ambiente menos hiperestimulante pero más abierto a los valores del esfuerzo y la cultura, por eso debemos esforzarnos por pasar el testigo a las nuevas generaciones y tratar de no expulsarlas a las "tinieblas exteriores" de la ignorancia y la vulgaridad.

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  2. Genial. Siempre se lo digo a mis hijos. "Tenéis que aprender a aburriros".

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    1. Gracias. Los niños y adolescentes tienen que aprender que nada se consigue sin paciencia (y, por tanto, sin aburrimiento) y que el deseo de resultados a corto plazo es lo que lleva infaliblemente al fracaso. Claro que si a nuestros gobernantes lo único que les preocupa son las próximas elecciones, y vemos que en un tema tan sensible como la educación no tienen ningún problema en decir una cosa un día y la contraria al siguiente con tal de seguir en el poder, ¿qué les podemos pedir a nuestros pobres alumnos?

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