domingo, 2 de octubre de 2016

Uno para el camino

      Todo el que se haya paseado por este blog sabe que, para su autor, la diferencia entre literatura popular y alta literatura es más una convención que una realidad, convención cuya única utilidad es ahorrar a algunos perezosos el esfuerzo de leer personalmente los textos que deben valorar (como ya sé que son malos, no pierdo el tiempo leyéndolos). Si alguien tiene alguna duda sobre la poca estima que me merece esta estrategia tan extendida, puede mirar las entradas sobre Jim Thompson, Raymond Chandler, Dashiell Hammett o el linaje de Sherlock Holmes. Pues bien, hoy le toca a Stephen King.
      Sobran las presentaciones. Todos saben quién es Stephen King, algunos incluso lo han leído (hace treinta años, cuando la gente no wasapeaba en los vagones de metro, casi todo el mundo iba leyendo el periódico o alguna novela, y esta solía ser de Stephen King). Yo nunca he sido un fanático seguidor de su obra, pero aprecio especialmente dos de sus novelas: me refiero a El misterio de Salem's Lot y Cementerio de animales; sobre el resto de su producción novelística, en su mayor parte ignota para mí, prefiero no pronunciarme.
      Lo cierto es que, más que a las novelas, de cuya lectura suele ahuyentarme su descomunal volumen, mis preferencias en torno a King van dirigidas a sus relatos cortos. Y dentro de estos mi gusto enteramente subjetivo me lleva a destacar dos de tema vampírico: uno de ellos, El aviador nocturno, fue adaptado para televisión por obra y gracia de la hoy mítica HBO; por cierto, todavía no entiendo que los guionistas de esta cadena, que todos imaginamos altísimamente sagaces (pensemos en la multipremiada Juego de tronos, sin ir más lejos), desaprovecharan lastimosamente la mejor idea del cuento, una idea visualmente tan potente como esta: el vampiro, que como es sabido no se refleja en el espejo, revela su presencia en un baño público al orinar la sangre recién ingerida, que sí es reflejada.
El relato Uno para el camino está incluido en la antología Vampiras.
     El otro cuento, también de vampiros, es el que da título a esta entrada. "Uno para el camino" es un tópico o frase hecha probablemente acuñado en los tiempos del viejo oeste, cuando los viajeros de paso pedían en las tabernas "un trago para el camino" como reponiendo fuerzas y recuperando el ánimo para seguir recorriendo grandes distancias a caballo o en diligencia. Es lo que piden los personajes del relato en el primer escenario de este, antes de salir de noche a los caminos nevados para enfrentarse al frío que cala los huesos, la tormenta helada, la ventisca que golpea y arrastra... y los vampiros.
      El cuento propone un regreso a Jerusalem's Lot, pueblo arrasado por el fuego purificador de vampiros y otras plagas demoníacas, donde siguen vendiéndose casas y parcelas de terreno a precios increíblemente bajos y los compradores o salen huyendo lo más lejos que pueden y abandonando sus recién adquiridas posesiones, o terminan desapareciendo misteriosamente, y en cuyos alrededores todos saben lo que pasa pero nadie lo comenta en voz alta y prefieren autoengañarse, o hacer como si se autoengañaran, con explicaciones improbables pero, al fin y al cabo, "racionales".
      Historia narrada desde el punto de vista de un viejo que ha visto de todo y, entre otras cosas, ha sabido de la existencia de vampiros, conformándose con mantener una prudente distancia para no cruzarse con ellos. Un dilema moral (salir o no en ayuda de dos personas atrapadas en la nieve, una de ellas una niña de siete años) le llevará a enfrentarse con lo que pretendía ignorar. El clímax del relato es terror en estado puro:
El niño-vampiro, imagen terrorífica profundamente arraigada en el inconsciente.
      Estaba inmóvil junto a la portezuela del conductor: tenía el pelo recogido en un par de coletas y solo llevaba un vestidito amarillo.
—Señor —dijo con una voz clara y límpida, tan dulce como la niebla del amanecer—, ¿querría ayudarme a encontrar a mi madre? Se ha marchado y tengo tanto frío…
      (...) Solo tenía siete años y seguiría teniendo siete años durante toda una eternidad de noches. Su carita estaba espantosamente blanca, como la de un cadáver, y sus ojos eran un abismo rojo y plata en el que podías caer para siempre.
(...) Extendió los brazos hacia mí y sonrió.
—Cójame, señor —dijo en voz baja—. Quiero darle un beso. Después podrá llevarme con mi mamá.
No quería hacerlo, pero no pude evitarlo. Empecé a inclinarme hacia adelante alargando los brazos. Pude ver cómo abría la boca, pude ver los pequeños colmillos ocultos tras el anillo rosado de sus labios. Algo se deslizó por su mentón, algo plateado y brillante, y con un horror tan leve como distante comprendí que estaba babeando.
      Sus manecitas rodearon mi cuello y pensé: Bueno, quizá no sea tan malo, no, quizá no lo sea, puede que pasado un tiempo ya no resulte tan horrible. 
      El relato puede encontrarse en la antología Vampiras, publicada por Valdemar, y en la edición de El misterio de Salem's Lot de 2007 (Plaza y Janés).

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